martes, 11 de noviembre de 2014

El té, la luna y el muelle.





Exhinopsis pachanoi, o planta de San Pedro: Después del Peyote, es la planta que más mezcalina posee. Tradicionalmente nuestros sabios ancestros utilizaban esta planta para rituales religiosos, ya que consideraban que esta sustancia permitía abrir el espíritu.
Habiendo trascendido en otras culturas, la mezcalina fue utilizada con propósitos recreativos, pero también, como enteógeno (poder alucinógeno divino), para facilitar la psicoexploración, así que tiene una larga tradición y sabiduría en la medicina ancestral. 

Para pasar a la Isla del Sol, había que tomar un bote desde Copacabana, en donde Mari y yo nos quedamos unos días, hospedadas en el hostel de Mariela (muy particular lugar y conocido por muchos viajeros). Íbamos preparando el San Pedro pulverizado que habíamos comprado días atrás, en la Plaza de las Brujas ubicada en el centro histórico de La Paz. Había que hervirlo unas 6 horas, estábamos apuradas porque el bote a la isla salía a la 1:30 pm, era  la 1: pm y solo llevaba hirviendo tres horas, por lo que lo pusimos en un envase, tomamos las mochilas y corrimos al muelle antes de que zarpe el bote.

Al embarcarnos, encontramos en la tripulación cuatro muchachos chilenos con los que compartimos la parte de arriba del bote, sólo para nosotros seis.
– ¿Qué llevai en el tupper?,  me preguntó una de las chicas, al verme tomar con tanta devoción ese recipiente. – Es San Pedro, hoy es mi cumpleaños, le dije. Y no pude evitar la sonrisita que en mi rostro se desplegó.
– !Uuuuuh! Que weeena, entonces hay que cuidar a la guagua po.  – Dijo uno de los chicos.

Entre risas y charlas, fuimos fumando, cuidando muy bien a la guagua que iba envasada. Íbamos disfrutando del hermoso paisaje que el trayecto ofrecía a nuestros ojos.


 

Por fin llegamos a la Isla del sol. Conseguimos hospedarnos en una linda casa frente a la playita y le pedimos a la dueña de la casa que nos preste su cocina para terminar de cocinar el San Pedro, sonriendo nos dio las llaves de la cocina, la de  la habitación y se fue. Ella no sospechó que esas llaves serían también ¡las del cielo! 

Hervimos el té unas tres horas más, lo empezamos a tomar en la habitación y con el sonido de las pequeñas olas del lago Titicaca, logramos terminarlo. Teníamos unas caras horrorosas por el feo sabor que tenía, pero una vez terminado, progresivamente iniciamos el viaje.

Fuimos sintiendo como cada tono colorido de la habitación, tomaba fuerza y se hacía más intenso, sentimos mucha felicidad al mirar el paisaje que nos rodeaba, era como estar en otro planeta; tanta inmensidad y cielo azul, montañas, la luna llena (que parece haber sido un regalo por mi cumpleaños) y el inmenso y majestuoso Lago Titicaca.


Compramos cigarrillos y un par de horas más tarde, con mucho chocolate relleno de manjar, leche y almendras, fuimos hacia el muelle para ver el atardecer. Como dos niñas locas, nos encontramos rodando en el muelle, comiendo, fumando y riéndonos a carcajadas por la emoción que sentíamos al ser parte de tan divino paisaje.
Mari vomitó en el muelle (era  normal ya que se estaba desintoxicando), mi organismo no lo hizo y también era muy común: pero las dos estábamos  en el mismo vuelo, una conexión interno y externa con nuestro entorno.

Más tarde caminando por la Isla, encontramos en la playa a "los chiquillos" en una hermosa fogata con otros chicos argentinos. Nos unimos, tomaban vino, me hablaban y yo estaba disfrutando con ellos, pero había algo que me llamaba más allá de esa fogata. Era la luna llena, el lago y la playa. Así que fui caminando a unos metros de la fogata, puse una manta encima de la arena y me acosté a orillas del lago, no podía dejar de mirar a la luna, sentir la arena entre mis manos y disfrutar del sonido de las olas. En realidad estaba muy feliz y el recordarlo me devuelve esa felicidad, ya que haberlo vivido, abrió una puerta eterna en mi. Me sentía como una extensión del entorno natural, de la luna, del agua y de todo lo demás, una digna extensión de la madre tierra, sentí su armonía, su latir, su perfección y hermosura.

Antes de que amaneciera fuimos a nuestra habitación a descansar. Por la ventana y justo en ese momento, como un regalo del cielo, vi el rostro de San Pedro en forma de nubes… comiéndose a la luna antes de que ella esconda tras la montaña.

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