Por más que
hacía un hermoso clima, prometedor de un gran día allí, afuera de mi
departamento, coincidía que muchos de los domingos se tornaban melancólicos y
estúpidos. Se desencadenaba desgracia tras desgracia que parecía estar en
sintonía con todos los demás desafortunados eventos mundiales. No sé si
esto era por el hecho de haber empezado a vivir sola y no haberle tomado el
ritmo todavía, o simplemente que los rayos de sol que entraban por el ventanal
de la sala, debilitaban mi mente y cuerpo en lugar energizarme, aparte de la
latente necesidad de mimos domingueros que, en ese tiempo recibía en mi hogar
en Cuenca y de los que carecía instantáneamente.
En el mejor
de los casos, amanecía un domingo; escuchando The strokes mientras
me bañaba, limpiaba y ordenaba el departamento – cosa que me encantaba hacer
porque me hacía sentir efímeramente realizada –, abría el refrigerador y
hacía una lista de necesidades para ir al supermercado y comprar con el crédito
que me daban en el trabajo. Luego, dar una vuelta por ahí, tal vez ojear algo
en una librería, tomar un helado, ó gloriosamente, juntarme para comer donde
algún amigo/a que esté sano y no con esa resaca, todavía borracho y cara
de mal amanecido que se suele tener después de un sábado de destrucción.
Hubo una
época en la que simplemente odiaba los domingos, era lo peor que me podía
suceder en la semana, ya que era como si se acercara semana santa.
Pedía que
pase rápido, como una cachetada, que mientras más rápido te la dan, menos la
sientes.
Solía también
reunirme a hacer nada y muchas veces música, con mi amiga de toda la
vida: Les Diana.
Un día
llegamos al más extremo estado de: “valer.” Echadas en la cama, y mientras una
se tapaba la cara con la almohada y aguantaba la respiración, la otra le tomaba
el tiempo en el celular; ahí si pensé: algo anda mal aquí.
Pero bueno,
aún así y como casi un ritual, muchos domingos me detenía a ver como la vida
pasaba frente a mí, mientras me hallaba sentada en ese rico sillón de la sala;
ausente, perdiendo el tiempo preguntándome cosas, en lugar de hacer algo,
alguna actividad. Disfrutaba el no hacer nada, en realidad tiene lo suyo,
muchas veces la nada lo es ¡todo!
Así eran
muchos domingos de mi vida en Quito, se puede decir que contándolos, fueron
unos 34. Pasaron esporádicamente, mientras los meses no. Pero el más
desafortunado fue uno, en el que con Les Di fuimos de compras – en esa época
las dos compartíamos departamento.
Yo tenía que
cobrar un cheque, así que me acompañó al Banco, salimos de ahí en dirección al
supermercado que se encontraba en el mismo centro comercias, tomamos un coche,
pusimos nuestros bolsos en la parte delantera y empezamos con la ruta del
consumismo. Tomamos una cosa por aquí, pesamos otra cosa por allá, hasta que llegamos
a la sección de atunes, ella estaba viendo otras cosas en la percha del frente
y el coche estaba en medio de las dos y del pasillo. Al instante se acerca un
tipo y me hace una pregunta estúpida sobre los enlatados, algo obvio que no
logro recordar ahora, Les Di se acerca a los dos para saber qué diablos quería
el tipo. De pronto, el tipo se va, tomamos el coche y con incertidumbre
seguimos con las compras. Al llevar el coche, mi bolso que estaba encima de
todo, simplemente desapareció. Yo no había sido víctima hasta ese momento de un
robo, pero mi amiga ni yo entendimos lo que pasaba, hasta que cuando lo
asumimos, insistimos en Servicio al Cliente de ese supermercado y vimos
los videos de seguridad: mientras el tipo de las preguntas idiotas, robaba
nuestra atención, otro tomaba mi bolso y como mantuvimos una pequeña reunión
los tres, agrupados ahí con los enlatados, no vimos nada ninguna de las dos. En
el video, este tipo dio la vuelta el pasillo y le dio a una gorda horrorosa mi
bolso, esta lo metió en otro bolso del tamaño de sus calzones y se
largaron del lugar.
Me dio tanta
indignación ver esa grabación y más las palabras conformistas y típicas de los
idiotas que trabajan ahí. Que sólo reciben órdenes, limitándose a
utilizar el sentido común; “Lo siento señorita, nosotros no podemos estar
vigilando las cámaras, cada uno tiene que cuidar sus
pertenencias.” – en parate tenía razón –. Llamé a la
policía, porque eso no se podía quedar así (según yo), vino un policía y en una
maldita libreta, mientras veíamos una vez más el video de seguridad, anotaba
los rasgos físicos de estos ladrones. Me daban esperanzas el pensar que los
podría encontrar en algún lugar. Seguía presionando. Les Di que con su cara de
densidad mal ocultada, no ayudaba mucho, aún así me acompañó y como si fuese
una vaca que la llevaban al camal; se trepó en una moto con un policía y fueron
a recorrer el parque de la Carolina en
busca de estos pillos. Detrás de ellos, yo en una cuadrón, ahí trepada con un
policía buscando a los ladrones por otro sector del parque, con esperanzas de
encontrarlos repartiéndose la mercancía.
Pasó el
tiempo y asumí que estarían, en otro lado juntando más pertenencias aparte de
mi quincena recién cobrada, mi celular y documentos, para darles a sus hijos
por navidad (porque encima era ‘época navideña).
No puedo
olvidar lo que pensaba y sentía mientras estuvimos con mi amiga subidas en esos
vehículos con los policías. Me quería reír a carcajadas porque no podía creer
que estaba en esa situación, la cara que tenía ella, al pasear con el policía
en la moto delante de nosotros, sólo me hacía reír por dentro. Por otro lado,
yo estaba muy seria de acuerdo a la situación, sin disimular mi cara de
angustia, pero finalmente no encontramos nada y sólo ganamos un paseo gratis en
moto por el parque. Fue una situación muy particular.
Un domingo
desperté y me dije a mi misma; tengo que romper con este ritual. Si no podía
pasarlos en familia o no encontraba una actividad entretenida, tengo que
olvidar que es domingo o simplemente pretender mentalmente que los domingos no
existen en el calendario y son una
extensión del sábado.
Esos malos
domingos estaban robándome lo que podía haber sido ¡los mejores domingos de mi
vida!