martes, 20 de septiembre de 2016

Ecos

Un desayuno sola, una sola taza. El noticiero me distrae de aquella costumbre de escucharte por las mañanas. Un solo cepillo de dientes en el baño. Una sola lluvia intentando llevarse los restos de tus cabellos. Tu ausencia que es mía. Y gané cuando me colmé de nosotros. Desaprendo las rutinas que nos envolvían deseando que sean perpetuas. Desafío el volver a recordar-me frente a toda a esa presencia que has dejado por aquí.

sábado, 2 de abril de 2016

No seas tan cuencana.




No quiero deberme a ningún tiempo, no quiero convertirme en nada.
No quiero llegar a envejecer mis pensamientos y alma.
Que el cuerpo cambie todo lo que quiera, pero que mis ganas, de lo que fuere, se mantengan intactas.

Me fascinan esos días de verano en Cuenca. La típica tarde azul en donde el sol se termina de ocultar, las luces de la ciudad se van encendiendo tenuemente y el sonido del río empieza a imponerse.
Es viernes. Hay gente caminando apurada por las calles, unos esperan tomar el bus, pero algunos van llenos y no paran, otros en sus autos, ansiosos que el semáforo se ponga en verde y así llegar a algún lugar, no sé a dónde, pero llegar. Los ciclistas no se salvan, parece que han conseguido una especie de licencia imaginaria que les permite ir por las calles y veredas como les place.
Oigo las risas y voces de los chicos saliendo de sus entrenamientos y colegios. Veo también gente muy relajada, sentada bajo un árbol a orillas del río Tomebamba, tomando disimuladamente algún trago.
Hace 16 grados y es muy probable que más noche hagan unos 12 grados. Eso no importa, con una buena chompa y un zhumir o vino de cartón, el frío es lo de menos.
Paseando a orillas del río, poco a poco se va creando un escenario deliciosamente real en el que me siento el personaje principal y disfrutando de ese instante como nadie más. Aunque muy probablemente habrá habido otra persona sintiéndose particular y afortunada como yo por estar envuelta en tan mágico momento. De todos modos me sentía única.
Serían las 5:40 pm, esperaba tomar un taxi mientras caminaba a la altura del Parque de la Madre, finalmente había mucho tráfico y subí a un bus que no iba tan lleno.
Las viejas.
Empecé a escuchar una conversación entre dos señoras (tendrían alrededor de 55 años) que estaban sentadas detrás de mí. Aparentemente eran amigas, pero a medida que pasaba el tiempo me parecía que no. Estaban envueltas en la típica amistad amor - odio.
Hablaban de lo sorprendidas que están al ver cómo se maneja la juventud de ahora. Decía la una: “Las parejas se van a vivir juntas sin casarse y todo se ha vuelto una promiscuidad.  El uno con la una, el otro con la una, el uno con la otra y así todos contra todos. Vos sabes cómo son los hombres  Isabel, eso nunca va a cambiar, ellos sólo están: mi amor, mi vida, te bajo la luna y las estrellas, hasta que consiguen lo que quieren y luego se largan. La pobre guambra tiene las de perder, queda embarazada, ni ha terminado sus estudios y luego naaadie le quiere”. Ese naaadie sonó con muchas ganas de que así fuera. Sumando, de este modo, otro  ingrediente para el elíxir perfecto de la vejez.
La otra señora la escuchaba con fervor, afirmaba con la cabeza, dándole la razón en todo a su “gurú de la sabiduría criolla”. Yo solo escuchaba y me daba vergüenza ajena. Pensaba: “Dios no quiera que yo sea así de vieja”.
Como si en el tiempo de ellas no hubiese pasado estas cosas. ¡Claro que pasaban!, sino que las tapaban por miedo al “qué dirán”. He aquí en donde se origina la curuchupería.
Las mentiras piadosas.
No voy a negar la adrenalina que corría por mi joven cuerpo quinceañero, cuando me pasaba la hora de permiso o le mentía a mi mamá para hacer de la mía con mis amigos.
“Se daño el carro de mi amigo y por eso llegamos a esta hora de la fiesta”.
“Se quedó sin batería mi celular”. Y así unas cuantas más.

No recuerdo haber recibido tanto sermón ni prejuicios de parte de mi mamá, aparte de los “normales”. Me daba permisos y era muy abierta. Yo mentía poco para salir.
Mi abuela decía que cuando mientes y no haces daño a nadie, es una mentira piadosa y eso no tiene nada de malo.
Habían cosas de las que mi mamá me cuidaba bastante, como de ciertas fiestas en lugares desconocidos y de que me llevara con gente mucho más grande que yo. En general no tuvo drama con más, y hoy estoy enormemente agradecida con ella.
Las mamás, como todo, poco a poco han ido evolucionando y confiando en sus hijos. Dejan de mentir  o mienten menos a los maridos estrictos y preocupados. Ambos han ido poniéndole onda y comprenden que sus hijas tienen derecho a salir y conocer la vida.
La mayoría de mis amigas me parece que  padecieron más que yo. Sufrieron mucho con los dichos y conceptos de sus padres en la cabeza, que prácticamente las empujó  a aferrarse a lo poco que vivieran, y cuando despertaban ante algún evento inesperado, como la culminación de un ciclo sufrieron mucho de desilusión. No digo que yo no haya sufrido, habré sufrido y mucho, pero por otras situaciones.
Siempre existirá el miedo a lo desconocido, a no saber cómo afrontar algo o a sufrir. Miedo a equivocarse y meter la pata.
Pero en conclusión: a más mentiras, menos confianza y así será más probable que no se pueda controlar una situación o por lo menos intentar sobrellevarla. Sube el pánico junto a la desesperación por resolver las cosas y salvarse de las jóvenes garras de la conciencia, mejor conocida como culpa. Para que, finalmente, el resultado sea cometer una estupidez. Estupidez de la que se disfrutaba mucho, cabe destacar.

De la que nos salvamos.

Al parecer, los que nacimos en los 80’ fuimos la generación de transición entre todos estos pensamientos esquematizados y la apertura de mente, con todo lo que esto implica: un análisis y encuentro con la percepción, aunque otra gran parte… de esnobismo. Todavía es una lucha, pero nosotros estuvimos en medio de este cambio.

Si el río suena, piedras trae.

Ahora no se puede ni pensar en la frase: “Si el rio suena, piedras trae”.
Hoy en Cuenca, los ríos ya están contaminados y las piedras son piedras dependiendo del lado que se mire.
La mayoría habla lo que se le ocurre. Cada uno quiere sobresalir por encima del otro, haciendo tributo a la clásica novelería cuencana, que es natural en sociedades pequeñas como la nuestra.

La gente hace tremendas cosas y comete errores, cualquiera que haya sido su crianza o educación. El ser humano no sería humano, si no lacerara al otro. Y en esto algunos se llevan un importante premio.
Así que crecí y fui aprendiendo, de una manera un poco traumática por  la carga psicológica que significaba todo eso, pero de la que finalmente río al recordar. 
La curuchupería parece haber muerto en la generación de hoy en día,  pero mantiene un resonar intenso.
Las características de las personas y de los tiempos que nos marcan. Si llegaran a faltar, simplemente dejaríamos de ser cuencanos.